PISANDO TIERRA

Tu fiesta no es evasión. Porque no fue ese el estilo de tu vida. Vas y cumples. Fuiste aprisa hasta Ainkarin. Escuchaste a la anciana pariente, Isabel, anunciar a todos que Dios había decidido que el Mesías tendría Madre y, llena tú del mismo Espíritu, cantaste el Magnificat, que todos hacemos nuestro. Fiados de Dios tu esposo José y tú viajáis, próximo ya el día del alumbramiento, hasta Belén, conocido por los sábados en la Sinagoga, porque un Emperador lo decretaba. Y Dios, por caminos sólo vividos por vosotros os dio a conocer y vivir la maravilla de las maravillas: Dios tiene Madre. Pobre y feliz. Y Tú adoras a tu Hijo. Ángeles escogidos de los Coros del Cielo os encuentran limpiando y aderezando todo.

Pastores guardianes en la noche los primeros invitados, y la fiesta es grande, mucho, mucho más que la pobreza.

Dios pobre en tus brazos entra en el Templo; Simeón lleno del Espíritu es el primero en llamarlo “Salvador de todas las naciones”, y en medio de esa solemnidad, te anuncia que el Hijo de Dios va a ser signo de contradicción y que tú sufrirás la espada de dolor de tu Hijo rechazado por muchos.

Más tarde, de esas naciones que viera Simeón, llegan los Magos y la adoración del Niño y los regalos son señales de fe y preludio del primer dolor: De noche, aprisa, exiliados a Egipto. ¡Que fieles los anuncios y qué dolorosa la vida en país extranjero…

Y, apenas tu Hijo estrena su tarea con los primeros apóstoles en las bodas en Caná, conocemos tu última voluntad: Haced lo que él os diga.

¡Aprender a pisar tierra de Dios-en-Cristo!